(Por Luis Ybarra).- Fue en el año 1999 cuando la estatuilla de la distinción “Compás del Cante», la cual cumplía su XVI edición, se acercó del naranjo al olivo para señalar a Carmen Linares como siguiente galardonada. Sobre Antonio Povedano, el pintor de la luz, recaería la mención especial.
Entre olivares ya desnudos de febrero, sin frutos, nació Carmen Linares en el pueblo que le prestó su apellido para que lo enseñara por el mundo. En el 1965, con tan solo 13 años de edad, se marcha a Madrid con su familia. Y fue en la capital donde conoció a cantaores de la importancia de Fosforito, Pepe de la Matrona, Rafael Romero o Juan Varea. Entonces estos, como Linares con el apellido, le prestaron sus conocimientos para hacer de Carmen una de las cantaoras más largas de la historia. Larga por su fuelle, su memoria y sus raudales de cante.
Entrábamos en la década de los 70, después de una gira por el sur de Francia, cuando se encerró en un estudio junto a la guitarra de Juan Habichuela. El resultado fue «Cantaora«, un disco en el que indicó la artista que se avecinaba; entonces su voz era ligeramente afillada y flexible. Su caudal, ya extenso.
Aquellos años fueron de festivales y tablaos. Y su enciclopedia se enriquecía. Después vino la “Lámpara Minera”, que la recogió en el verano de 1978. Más tarde, en los 80, los teatros, las zarzuelas y nuevos festivales. Y su enciclopedia se enriquecía. Ella se consolidaba como una artista con enorme proyección internacional. Vinieron otros discos, cantes de ayer, poesía de siempre y de hoy, de Antonio Machado, Borges, Lorca o de José Ángel Valente y José Luis Ortiz Nuevo. Y su enciclopedia se enriquecía.
En «Antología de la mujer en el cante» (1996) junto a las guitarras maestras de Paco Cepero, Vicente Amigo, Miguel Ángel Cortés o Manolo Franco, entre otros, le brindó un gañafón a la memoria de muchas de las arquitectas del cante. Así la brisa narcisista de la historia no las olvidaría. “Ramito de locura” (2002) era ella misma: un manojito de llagas disecadas a sarpullidos, de otra época. Porque Carmen nació con una púa en el gaznate que se fue amargando con la edad, como las aceitunas inertes sobre la tierra.
Considerado como uno de los más importantes de la segunda mitad del siglo XX, el eco de la de Linares continúa dañando y proyectando sabiduría acompañada de versos con recelo, cuando las espinas dejan ver el bosque. Un bosque frondoso y eterno que le prestó su voz al poeta, al pozo del cante, al pueblo.
Desde Los Caminos del Cante, queremos agradecer que Carmen nos haya acercado una porción de ese bosque hasta estas líneas. Por eso este ole amargo y agrietado es para ella.
Entrevista con Carmen Linares.
Buenas, Carmen. Lo primero que me gustaría preguntarte es por tus maestros. ¿En quién a fijarse una joven Carmen Linares?
Carmen Linares: En Linares yo era una niña y escuchaba las cosas por la radio. Escuchaba a Pepe Pinto, Valderrama, Marifé, Enrique Montoya y todos los que me gustaban. Después en mi casa cantaba con mi padre, que él tocaba la guitarra como aficionado, cosas populares. Luego, cuando me fui a Madrid, tuve mi primer tocadiscos. De los que más aprendí fue de Fosforito; más tarde lo escuché en directo en muchas ocasiones. Y, claro, allí en Madrid tuve la oportunidad de escuchar a grandes artistas, como Pepe de la Matrona, Juan Varea, Rafael Romero o Antonio Mairena. También, en el tablao, trabajaba con el Indio Gitano, Ramón El Portugués… Y todas esas vivencias, en definitiva, aportan muchísimo. Así que he tenido muchos referentes, más todos los que escuché en discos, que ahí ya están Antonio Chacón, La Niña de los Peines y muchísimos otros.
¿Cómo llega una cantaora de flamenco al teatro o la zarzuela?
R: Ahí hay un poco de confusión. Mucha gente me pregunta que si he cantado zarzuela. Yo digo que no. Soy cantaora y todo lo que hago lo paso por el filtro del flamenco. Por ejemplo, en “La chulapona”, que era una zarzuela preciosa, yo intervenía en un café cantante, y lo que cantaba era flamenco. También he hecho “La verbena de la Paloma”, que tenía una soleá compuesta para una cantaora. En obras de teatro también he intervenido, pero siempre con el flamenco por delante. Si he tenido que hacer alguna canción, la he llevado a mi terreno. Nunca he pretendido cantar zarzuela ni mucho menos. Pero el contacto con aquel mundo me sirvió muchísimo. Cantar “El amor brujo”, por ejemplo, me permitió actuar con una orquesta. Y eso me aportó muchas cosas.
¿Qué importancia tiene la letra, la poesía, en el cante?
R: Muchísima. Una buena música sin una buena letra pierde muchísimo. El cante es una música muy profunda y lo que se diga con la letra es fundamental. Afortunadamente, en el flamenco siempre se han hecho letras populares y la mayoría cuentan la propia vida. Son difíciles de superar. Lo que pasa es que luego este mundo se ha abierto hacia otra poesía. Enrique Morente, por ejemplo, hizo un disco con poemas de Miguel Hernández que fue un descubrimiento. Era otra forma, pero muy buena. Yo después he cantado a Lorca, Juan Ramón Jiménez, Valente, Manuel y Antonio Machado… Y que eso se haya incorporado al flamenco ha sido una aportación enorme.
¿Hay algún poeta con el que te sientas más identificada y te guste más cantar sus poemas?
R: Es una pregunta muy difícil. Todos los poetas a los que he cantado han sido muy buenos. Los poemas cuentan una vida y cada uno tiene una manera, una forma de expresar un sentimiento. He disfrutado con todos, así que no te puedo decir uno, aunque al que más he interpretado ha sido a Lorca.
Para terminar, Carmen, otra pregunta difícil. ¿Con qué discos te quedarías de toda una obra?
R: Dicen que a todos los hijos se les quiere por igual. Y, en parte, eso es cierto. Todos lo que grabé, desde “Cantaora”, son parte de mí, pero con “Antología de la mujer en el cante” hubo un antes y un después. Ese trabajo me dio muchas satisfacciones. Llevaba a grandísimos guitarristas y, como proyecto, me quedaría con ese. Pero creo que lo más importante no es eso, sino que puso un poco a la mujer cantaora en su sitio, que bien lo merecía.
Luis Ybarra
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